El pelícano
me dijo que el último rayo de luz solar tiene poder mágico. Que antes de
hundirse el Sol en el océano todos los habitantes de la estrella pugnan por
ocupar la última baldosa a salvo del mar frío, y que sólo aquél que cabalga con
mayor maestría sobre un caballo fotón, de esos que gustan de pastar en la
superficie caliente del astro al mediodía, recibe el impulso agónico de la
estrella para dar un último y casi imposible salto a la noche. El pelícano, que
ha visto muchos crepúsculos agarrado a su cornisa favorita, insiste en que
quien captura este rayo obtiene la magia de los habitantes del Sol por una
noche. Durante esa noche nada es
imposible para el que lo atrapa, que obtiene el conocimiento del sabio Sol, la
destreza del jinete y la fuerza del caballo fotón. Desde que el pelícano me
contó la historia no he dejado de asistir al último momento del día sentado en
la barandilla del mirador, donde concienzuda y rutinariamente la última ola del
día me lo arrebata entre su espuma pegajosa. Cada noche encaro mi piel a esa
ola y me alegro al comprobar que la historia es cierta.